Con los ejércitos regulares vencidos y arrinconados, muchos hombres –y también mujeres– decidieron seguir plantando cara a un invasor que amenazaba su modo de vida, su cultura, su visión del mundo o su religión, esto es, todos aquellos elementos particulares que caracterizaban a España como nación. Estos guerrilleros fueron los que mantuvieron la guerra viva: sus triunfos, tanto los reales como los imaginarios, recuperaban la esperanza en la victoria, a pesar de que para los ejércitos de Napoleón eran picaduras de tábano. Una «úlcera española» que consumió recursos, hombres y reputaciones, en especial la del propio Napoleón, cuyo mito de infalibilidad empezó a morir en España. El precio fue alto, un país devastado, con una economía arruinada y unos pueblos aniquilados, y se sembraron unas semillas de violencia que germinarían frutos de sangre en las contiendas civiles de los siglos XIX y XX.